Pronto se cumplirá un año de la aparición del nuevo coronavirus en Wuhan, China, y a pesar de que los científicos han descubierto muchas cosas sobre él, once meses después siguen planeando algunas dudas. Y en esos intentos por conocer mejor a ese enemigo invisible, la ciencia también ha cometido errores, dando como verdad hecho que no lo son.
Algo plenamente normal si tenemos en cuenta que la ciencia no es infalible y que funciona por ensayo-error. La buena noticia es que al cometer un error, la ciencia rectifica y se acerca más a la verdad. Y eso es lo que sucede con dos cosas del coronavirus que se creían ciertas.
La desinfección compulsiva
Primero. Durante los primeros meses las autoridades sanitarias dieron por hecho que la desinfección era parte esencial de la lucha contra el virus. De ahí nació una obsesión compulsiva por la limpieza, pero meses después, no hay estudios concluyentes que demuestren que la desinfección compulsiva sea la solución a los contagios.
La idea parte del comportamiento de muchos virus que se transmiten por fómites, es decir, objetos o superficies contaminadas. Es lógico que en un primer momento se fomentara la desinfección como principal medio de prevención, más inclusive cuando la estructura del coronavirus le convertía en un candidato claro a este tipo de transmisión.
Durante aquellos meses, la imparable escalada de contagiados y fallecidos fue acompañada de una avalancha de estudios sobre el tiempo que permanecía el SARS-CoV-2 en varias superficies, lo que a su vez incrementaba la histeria colectiva y fomentaba la desinfección compulsiva. Y ya no se trataba solo de la higiene de manos, sino de agobiantes protocolos que había que seguir al llegar de calle y en la limpieza del hogar.
Pero pasados los meses una parte de la comunidad científica empezó a sospechar que algo fallaba en la teoría. Las suspicacias se centraron en todos aquellos informes sobre los riesgos de la transmisión por superficies: no había ni una sola evidencia definitiva. Y muchos criticaron que el gasto en desinfección por parte de las autoridades era tiempo perdido.
Algunos científicos empezaron a llamar la atención sobre la dudosa metodología seguida en muchos de esos estudios, y además, empezó a extenderse cada vez más una nueva sospecha sobre un modo de propagación más peligroso: la famosa transmisión aérea. ¿Y si el virus no estaba en las superficies sino en el aire?
Lo que empezó siendo una especie de teoría conspiradora acabó tomando peso con estudios rigurosos que demostraban la eficacia en la propagación de unas minúsculas gotitas de saliva, los aerosoles, en espacios cerrados mal ventilados.
Tras muchos estudios, los científicos siguen divididos. Pero cada vez va quedando más claro que el peligro no está tanto en las cosas que tocamos, sino en el aire que respiramos. De ahí que la desinfección haya dejado de ser la prioridad número uno, y la mayoría de expertos recomienden ahora evitar los lugares cerrados, ventilar bien las habitaciones, mantener la distancia de seguridad y llevar la mascarilla bien puesta.
La transmisión por superficies y objetos contaminados es científicamente posible, no hay duda. Y las medidas básicas de higiene siguen formando parte de las medidas básicas de prevención. Pero las evidencias de que el peligro real está en el aire se acumulan y las autoridades cada vez tienen menos excusas para mirar hacia otro lado.
El humo del tabaco y los contagios
Segundo. En torno a las formas de propagación del coronavirus empezó a circular un bulo en toda regla: que el humo del tabaco ayuda al coronavirus a extenderse más y por lo tanto aumenta el riesgo de transmisión. La opinión venía respaldada por algunos científicos, pero las evidencias demuestran que es rotundamente falso.
El tabaco sigue siendo una sustancia nociva que hay que evitar a la hora de llevar un estilo de vida saludable. Pero si se le puede culpar de un montón de problemas sanitarios, en cambio hay que ir con más cuidado a la hora de responsabilizarse de una mayor propagación del coronavirus. Al menos por lo que se refiere al humo.
No hay ni una sola evidencia científica que demuestre que el humo del tabaco aumenta el riesgo de contagio para las personas que lo respiran. La prohibición de fumar en las terrazas, que se impuso en verano en España, puede justificarse por la molestia del humo pero no por las consecuencias que este pueda tener en cuanto a los contagios.
Y es que no hay ningún estudio concluyente que demuestre que el humo permite al coronavirus dispersarse más lejos o en mayor cantidad gracias al humo. No al menos más o en mayor cantidad que el aire que expulsamos al respirar. Todo lo que se dice sobre ello en internet no viene respaldado por ningún artículo científico, más que alguna opinión de expertos.
Con la intención de confundir, incluso se enlazan estas publicaciones con artículos que avisan del riesgo del tabaco de producir Covid-19 grave. Lo cual no tiene nada que ver con la transmisión. Son cosas diferentes.
A pesar del empeño de algunos, no hay nada específico en el humo que aumente el riesgo de contagio frente a las gotitas de saliva sin humo. No existe ningún documento de Sanidad que así lo avale, y por lo tanto, cualquier teoría que intente imponerse sin un respaldo científico acaba siendo nada más que pseudociencia. O sea, un bulo.