Treinta días en la UCI y dos meses después de su curación todavía lucha por recuperarse de una enfermedad que le ha dejado bastantes secuelas físicas y psíquicas.
«Todo me lleva ahora mucho tiempo». Juan Molina, casado y con una hija, tiene 42 años, es policía nacional y está destinado, desde 2006, en Madrid, donde trabaja como escolta. En su calvario, estuvo a punto de mandar un mensaje de adiós a los suyos.
El virus entró en su vida el pasado 4 de marzo, calcula. Notó cierto malestar en el transcurso de uno de sus viajes al ayuntamiento orensano de Bande, donde reside su familia directa. El 8 empezó a sentirse «mal» realmente y, en cuestión de días, ingresó con fiebre en la UCI de un hospital privado de Ourense, en el Cosaga, donde permaneció un par de semanas intubado.
Le cuesta hacer vida normal tras una larga lucha contra un minúsculo patógeno ante el que se sintió «entre la vida y la muerte». Se agota con frecuencia y siente calambres en su castigado cuerpo.
Cree, y así lo cuenta a Efe, que pudo haberse contagiado en el transcurso de su jornada laboral, después de que un compañero de trabajo arrojase un resultado positivo en SARS-CoV-2, causante de la COVID-19. En la actualidad, los signos de cansancio todavía son visibles en el rostro de este hombre que llegó a perder «decenas de kilos» tras el contagio.
Los recuerdos se agolpan en su mente. En la UCI tenía problemas para conciliar el sueño pese a la sedación. Uno de los momentos más difíciles para él fue cuando decidieron intubar: «Crees que estás bien y entonces piensas: me muero, ya que si estás bien no te intuban. Busqué el móvil para decirle adiós a mi familia, pero justo entonces vino el médico».
El paso por cuidados intensivos se le hizo cuesta arriba dado que no estaba permitida la entrada de parientes. El único contacto que podía tener era con los profesionales sanitarios: «Fue muy difícil. Venían con esos trajes de astronautas y tú intentabas reconocerlos pero, al principio, solo veía ojos. Después ya distinguía a todos», apunta Molina.
Incluso tenía claro quién era el más cariñoso o cuál iba a entrar a verle, sin equívoco posible, simplemente «por la forma de caminar». Su principal agradecimiento lo dirige a aquellos que cuidaron de él. «Parece una tontería pero que te toquen la cabeza o te aprieten el pie al salir... te daba fuerzas», afirma.
Después de una primera fase en la que no mejoraba, empezó a recuperar todo de golpe. O eso parecía. Porque alguien como él, acostumbrado a la dureza de su profesión, continúa con el lento proceso de retornar a lo de antes. A día de hoy, su organismo se debate entre dolores de distinta índole y latigazos.
Pese a todo, se siente afortunado y no duda incluso en lanzar un mensaje a la sociedad: que la ciudadanía emplee su tiempo en ser feliz. «He tenido mucha suerte. Yo me salvé pero otra gente murió», lamenta, e indica que la emergencia sanitaria no es una broma.
Juan compagina gimnasio, paseos y actividades tranquilas, al ritmo que puede, con el cuidado de sus animales. Siente ese gusanillo de volver a su trabajo en la capital española. «Pero uno ve que no puede. Aún no tengo fuerza».
Igual que tiene claros quiénes son los destinatarios de sus elogios, su principal queja va dirigida a los políticos y a su gestión de esta crisis. «Si hubiesen cerrado Madrid y Barcelona, posiblemente no hubiesen tenido que confinar España». Es la reflexión de un curado.