La pandemia del coronavirus está llena de historias dramáticas que probablemente se recordarán durante mucho tiempo, ya que lo que está viviendo el mundo entre 2020 y 2021 servirá, más adelante, para intentar prevenir que todo esto vuelva a suceder en el futuro.
Una de las últimas historias que se ha conocido sobre este tema es la de Hugo Míguez, un exprofesor, investigador e importante consultor para organismos nacionales e internacionales que acabó falleciendo el pasado 20 de abril tras contagiarse de Covid-19.
Hugo fue ingresado con 75 años en un hospital argentino después de que la enfermedad se complicase, le costase respirar y los médicos considerasen que había riesgo de que sufriese un caso de Covid-19 grave. Los peores temores se cumplieron y Hugo tuvo que necesitar que le intubaran, pero sabiendo que ese paso implica que aumentaban considerablemente las posibilidades de no poder superar la enfermedad, Hugo decidió despedirse antes de que le intubaran.
El hombre era experto en epidemiología psiquiátrica, así que sabía a lo que se estaba enfrentando. Por ese motivo, cogió su teléfono móvil y escribió una carta de despedida minutos antes de que le trasladaran a una sala de terapia intensiva.
«Mientras me enfermaba la Covid, encontré algo en estas salas, en estos corredores, en la mirada de estas gentes», explicó Hugo en el inicio de su carta. En el texto, el hombre reflexiona sobre el sentido fundamental de la existencia y agradece a los médicos todo el trabajo que están realizando y que llevan realizando durante hace ya más de un año, y que probablemente todavía tendrá que seguir haciéndose durante varios meses más, como mínimo.
Hugo escribió que solamente necesitaba «30 segundos lúcidos» para «poder evocar a los que quise sin que llegue a atraparme en la melancolía. Me iré bien. Este hospital y su gente estará también en esos 30 segundos. Gracias, gracias, gracias».
Su extensa carta ha dado la vuelta al mundo como una muestra más de lo que la pandemia está provocando en todo el planeta, aunque algunos países parece que ya tienen superada la peor parte gracias a las campañas de vacunación.
Una emotiva carta de despedida
Cama 1216... zona de trinchera.
“30 segundos”
Busco dejar algo de lo aprendido en estos días de aislamiento, búsqueda de aire, revisión de sentido bajo la pandemia. Algo. Lo que pueda.
Mientras me enfermaba el Covid encontré algo en estas salas, en estos corredores, en la mirada de estas gentes.
Una cultura.
Un pathos.
Una emocionalidad antigua. Comprometida. Algo yaciendo silente, a la par de la ciencia y la tecnología.
Una cultura.
¿Qué significa descubrir una cultura en el Hospital Italiano en medio de un ataque como este?
Mucho.
Significa, contra lo que podría pensarse, que no es el resultado de muchísimas personas. Con roles marcados, tecnicaturas, profesiones, saberes, tecnologías, destrezas.
No. No es sólo eso. Es una matriz acogedora, extraordinariamente cálida y vivificante.
No es una nave científica que va a Marte. No. Esta va a la región más desolada de tu cerebro. Al caldo primordial de donde alguna vez nos arrastramos sin conciencia. Al lugar desde donde nos asusta el final del Covid llevándose nuestro aire.
Va al lado oscuro de tu cerebro para transformarse en una llamita con algo de calor y luz. Una cultura.
Me caí desmayado por la falta de aire y la desesperación y me encontré entrampado entre los muebles de la sala donde terminé. Donde me estrellé en la caída.
Unas manitas de enfermera tiraban de mí, Bibi.
Cuando crees que ya perdiste todo escuchas el braceo enérgico de la que podría ser hasta tu hija llegando a vos.
Braceando como pudo me alcanzó. Me abracé a ella y me di cuenta de que no estaba en un páramo sin vuelta atrás.
Entre todas me acostaron, me calmaron, me dieron su aire.
Una matriz regenerativa que es la que ayuda. Un supraorganismo como un micelio gigante que sustenta, sin que nadie lo vea exactamente, los bosques que lo acompañan.
Una cultura.
Llegué dispuesto a evitar prolongaciones que arañen dos meses más de sobrevida a costa de desesperación.
No rasguñar las piedras para mí.
Bernardo y otros médicos me escucharon. Luego me pusieron una mano en el hombro y se hicieron cargo de mí. No tengo hermanos. Esto ha sido lo más próximo que he descubierto de esa relación.
Me protegió. Llamó todos los días a mi hija que amo y la contuvo. Le explicó. La protegió.
No hay palabras. Es la matriz que regenera. La que de alguna manera cargamos los sapiens cuando nos fuimos de África. Nuestra estrategia. No preguntes por quién doblan las campanas, ya sabemos, suenan por vos y por mí, hermano.
Tuve que partir al servicio de terapia intermedia. Estaba inquieto. Aparecieron kinesiólogos, médicos, enfermeros. El mismo espíritu. Las médicas llamando a mi hija y ayudándola mientras ella me ayudaba a mí.
La matriz regenerativa y matriarcal de la viejísima Europa. Cuando los pueblos como Huyuk no tenían murallas. Los matriarcados de miles de años atrás, que sostenían la cultura. Cuando las culturas matriarcales no habían sido barridas por los caballos de la edad del hierro.
Y de pronto... las manitas de Bibi, el desborde humanista y contenedor de Bernardo, la dulzura de la kinesióloga, la gente que te ayuda de todas las formas porque son una cultura que dice que sos valioso. Seguramente es cierto. Pero es porque te quieren desde lo más básicamente humano.
Una cultura regenerativa que también alcanza a los varones.
Todavía no sé cómo saldré. Y no me preocupa tanto. Y dicho con humildad. En serio. Saldré con paz y con cariño. Está muy bien. Tengo 75 años. ¡Carpe diem para nosotros todavía!
Con estos pensamientos rondando desde hace unos años, muchas veces, me pregunté cómo quería mi salida.
Sólo quiero 30 segundos lúcidos. Para poder evocar a los que quise sin que llegue a atraparme la melancolía.
Me iré bien. Este hospital y su gente estará también en esos 30 segundos. Gracias, gracias, gracias.