El martes a las 6 de la tarde, hora local, el corazón de Beirut, capital de Líbano, se vio sacudido por una cadena de explosiones seguida de una enorme detonación en la zona portuaria que provocó una potente onda expansiva. El resultado: al menos 145 muertos, más de 5.000 heridos y una de las peores crisis humanitarias en un país económicamente hundido.
Mientras se intentan esclarecer las causas del incidente, cuyas primeras hipótesis se centran en las 2.750 toneladas de nitrato de amonio que explotaron, el caos se apodera de la capital y en torno al lugar de los hechos se suceden los homenajes y las muestras de dolor.
Desde allí siguen llegando testimonios desgarradores de los que vivieron la tragedia en primera persona. Una de ellas es Ana, que se encontraba en su casa con vistas al puerto durante la explosión y que tuvo que ir caminando de hospital en hospital, hasta que la cosieron sin anestesia. Reconoce que es consciente de la suerte que tiene de estar viva.
Según su relato, era un día normal en Beirut y estaba sentada en su piso del centro, junto a un amigo, mientras advirtió una columna de humo saliendo de la zona del puerto. «No parecía nada serio», asegura, pero después escuchó un ruido como el de un avión volando muy bajo y un estallido. Luego, todo explotó a su alrededor.
«Estaba tan segura de que iba a morir que no quería ver cómo pasaría», asegura. Cuando logró recuperarse del shock escuchó como su amigo la llamaba y, al correr hacia la puerta, se dio cuenta de que se había derrumbado toda una pared entera. Su amigo y su compañero de piso, que estaba con su novia, consiguen huir del inmueble con ella.
Ana asegura que en aquellos momentos abandonaron corriendo el edificio porque pensaban que Israel estaba bombardeando el Líbano, «y teníamos que escapar». Bajaron los cuatro pisos y trataron de llamar a la Cruz Roja, a alguien que pudiera socorrerlos.
Institnto de supervivencia
Entonces se dio cuenta de que estaba llena de sangre. Tenía una brecha en la cabeza, dos grandes cortes en el cuello, la barbilla abierta y la mano destrozada. De camino a la Cruz Roja vieron a vecinos y amigos ensangrentados y a su comunidad completamente destruida. Gente corriendo, un hombre con su hijo en brazos pidiendo ayuda. «Parecía el apocalipsis».
Al llegar, la Cruz Roja estaba cerrada pero había unos sanitarios que ayudaron a Ana a parar la hemorragia de la cabeza. Tras 15 minutos caminando por el centro de la ciudad llegaron a un hospital pero ya estaba saturado. No les dejaron entrar. Lo mismo les ocurrió al llegar a un segundo centro. Tampoco pudieron entrar en el siguiente, a 40 minutos caminando.
Finalmente lograron que les atendieran. El hospital estaba destruido y había gente a la que le daban puntos y curas sentados en el suelo. Una persona estaba siendo sometida a una operación quirúrgica en la recepción. «Me senté y lloré, no por el dolor, sino por la imagen que estaba presenciando».
Ana recibió unos puntos en el hombro sin anestesia y con una aguja e hilo cualquiera limpiados con alcohol. Tras curarse las heridas volvió a casa en una moto prestada por un amigo, pero reconoce que «hasta ese momento no sentía nada, no tenía ninguna emoción».
Las calles olían a sangre
«La moto tuvo que detenerse a mitad del camino porque era imposible avanzar entre los vidrios. Las calles ya estaban oscuras, olía como a sangre, era difícil respirar», relata esta víctima del horror. Pudo subir a su piso y recuperar su documentación y enseres personales. La última imagen que vio antes de salir fue una anciana de 80 años sentada a la luz de una vela en una sala de estar totalmente destruida.
Finalmente logró llegar a casa de una amiga en otra parte de la ciudad. Al abrir la puerta le dijo: «No tengas miedo, parezco otra». Y arrancó a llorar. Luego fue a ducharse, se sentó en la bañera, y empezó a llorar consciente de la suerte que tenía de estar viva.
«Me acordé de los seis años que viví en Siria, adonde la familia armenia de mis padres llegó huyendo del genocidio, y cuántas veces tuvie suficiente suerte como para sobrevir», dice Ana. Luego se limpió las lágrimas para hablar con su madre. «Esperé a mis amigos y nos sentamos juntos intentando sonreír y olvidar lo que había pasado», concluye.